A Nares Montero.
Versos,
estrofas,
rimas,
ortografías arrugadas,
suficientes columnas que abusan del delirio,
como solo ella le pudo llamar...
Cuelgan flácidos,
como faroles de esparto,
en mitad de un Madrid oscuro,
donde queda quieta,
pasmada,
abrumada,
caliente...
Caliente.
Una balada que pende de un hilo cortado en tres partes,
dos pechos y una furia deshabitada.
Calla a los presos de la lujuria
y se enamora de la luz intermitente
que pide auxilio sin ruptura,
espada en los labios del crucificado,
la oda de un ser que sin ser amado,
muere ante tales adjetivos tan bien puestos.
Del cabaret a la oficina y de ahí,
al patio de butacas de un burdel
donde la eyaculación precoz se cotiza al alza,
tras una guitarra, una sonrisa
y un ideal del cual no se pretende más que aparentar,
en algunos casos.
Dueña de sus pasos,
compañera del deseo,
del ardor,
del llanto intranquilo
de sus compañeros ebrios,
de sus musas fulanas de la envidia,
sus amigas,
conocidas,
o lo que sea eso.
Una viuda de lo bueno,
cuyos hijos bautizados y casi gemelos,
se pelean por ser primogénitos,
disputan la herencia de sus dones,
entre acuarelas folladas sin condones,
más vivas unas que otras,
latentes en el gemido de cada palabra...
Convertida hoy en notario de su vida,
tras una sonrisa vestida de lino rojo como sus labios.
Te miro de reojo,
y desde el deseo,
solicito un autógrafo candente,
en la obra maestra de nuestras vidas,
que no mueren.